Geometría y paisaje

Aurora García

Una amplia noción del paisaje siempre ha estado presente en la obra de Javier Riera desde sus inicios como artista. En las etapas anteriores a la actual, su pintura convocaba la unión de la naturaleza interior con la naturaleza exterior en la conciencia de que esa unidad no resulta forzada, sino que responde a principios donde el cosmos y la psique están en íntima conexión, aunque es la fuerza de la mente quien alumbra la materia y los fenómenos del universo permitiendo actuar sobre ellos, lo que no supone llegar siempre a comprenderlos y a dominarlos. Jung afirmó que “la psique es un perturbador del cosmos ordenado de acuerdo con leyes naturales, y si alguna vez por medio de la división del átomo se llegara a ejercer alguna influencia sobre la luna, esto lo habría logrado la psique. Es el eje del mundo y no sólo constituye la gran condición de la existencia del mundo sino que más allá de eso significa una intromisión en el orden natural existente…” (1). En otras palabras, la existencia del universo sin la actividad mental del hombre, sin el sondeo que el espíritu y la esfera sensorial humanos ejercen a partir de la observación de aquélla, quedaría fuera de nuestra inteligencia y de nuestra imaginación, supondría el fin del mayor atributo distintivo que el hombre posee frente a otras modalidades de la vida animal. El hombre no puede escindirse de la naturaleza porque él es también naturaleza a pesar de que se distinga por su capacidad intelectiva, un don que le permite precisamente iluminar ese vínculo y actuar en el medio en que vive ensanchando su horizonte personal y colectivo. Otra cosa es que dicha actuación se produzca de manera destructiva, aniquiladora y sistemática del medio natural, algo de lo que, por desgracia, está dando mucho que hablar este tiempo de grandes negocios y dominios donde todo parece estar al alcance de no pocas manos sin escrúpulos.

La unión hombre-naturaleza es tan indisoluble que “como lo había presentido Balzac, cuando la naturaleza habla no hace sino responder a nuestra propia voz” (2), ha observado Nicolas Grimaldi. Ese sentimiento manifestado por el gran escritor francés del realismo decimonónico adquiere matices bien diferentes –aunque partiendo de la misma opinión con respecto al vínculo que tratamos– en la teoría que alimentó por la misma época en Alemania la llamada Filosofía de la Naturaleza. Su principal mentor, Schelling, trató de conciliar el idealismo con la naturaleza, destacando de ella su espíritu visible a diferencia del espíritu invisible, también naturaleza, propio del Yo. Los postulados de esta Naturphilosophie nacieron y se difundieron en un ambiente romántico donde surgieron grandes artistas cuyo legado sigue latiendo hoy día. En este sentido, Javier Riera ha confesado desde el principio su atracción por las figuras de Friedrich o de Carus, si bien la formalización de sus trabajos ha seguido derroteros acordes con medios y lenguajes propios del tiempo en que vive.

Carus, por ejemplo, conocido además como teórico principalmente por sus Cartas sobre la pintura de paisaje publicadas en 1831, poseía unos conocimientos diversificados que no le impedían hacer compatible el titularse en filosofía y en medicina, estudiar geología y botánica, y dedicarse a la pintura. El contexto en que el conocimiento sin limitaciones de Goethe ejerció tanta influencia dio lugar a un marco y a un periodo esplendoroso para la cultura alemana. Carus pretendía acceder a la naturaleza de la naturaleza, la cual contemplaba como un inmenso organismo vivo. En el viaje llevado a cabo con Federico Augusto de Sajonia –para quien Carus ejercía de médico– a las escocesas Islas Hébridas, la visión de la gruta de Fingal en 1844 vino a ratificar su interés por la fisiognomía del paisaje, dedicándose no sólo a dibujar el aspecto exterior de las bellas y sorprendentes formaciones basálticas sitas fuera y sobre todo en las entrañas de esa caverna junto al mar, sino también a prestar una atención científica a las mismas. Pues, como él escribió, “el estudio de todos los objetos naturales nos lleva a considerar un aspecto exterior y un aspecto interior. El aspecto exterior nos da la idea intuitiva del todo, mientras el aspecto interior nos presenta las partes. Sólo los dos aspectos reunidos dan la idea completa de la esencia general de este objeto natural” (3). Por otra parte, la visita a la gruta de Fingal inspiraría además a un coetáneo suyo: el compositor romántico Mendelssohn, quien escribió en 1829 la obertura Las Hébridas, Opus 26, inmediatamente después de experimentar el prodigioso sonido del agua en aquel lugar.

Quizá la mayor aportación de Carus a la pintura de paisaje consiste en la reclamación para el arte del nexo necesario entre los aspectos superficiales y los aspectos estructurales, internos y compositivos, que lleva consigo el modelo de inspiración. Esa línea doble de conocimiento no es en el fondo distinta de la seguida después por el gran renovador del lenguaje pictórico que es Cézanne. Él quería asimismo entender los adentros de su montaña, el tantas veces pintado monte de Sainte-Victoire, muy próximo a Aix-en- Provence. Cézanne llegó a confesar su interés por la geología, a la par que su creencia en recurrir a la geometría básica –al cilindro, la esfera y el cono– a la hora de representar la naturaleza, sin duda porque la mirada geológica le imponía ese orden en la pincelada de acuerdo con la ordenación natural del territorio, en concreto, del mencionado macizo calcáreo próximo a su residencia. Cézanne también demuestra cómo el artista moderno no es ajeno a los avances obtenidos en el campo de la ciencia, a la par que sus innovaciones en lo concerniente a la expresión plástica dejarán huella con inmediata posterioridad en movimientos de vanguardia como el cubismo. En efecto, Picasso detestaría la falta de corporeidad de la pintura impresionista que diluye lo real y, en cambio, va a apreciar la especial energía concertada de la obra del maestro de Aix que muere en 1906, el año de gestación de la pintura cubista por parte del genio malagueño, a quien acompañará Braque en las aportaciones del movimiento rompedor.

Decimos todo esto porque quizá sirva como somero hincapié en consecuciones de la historia del arte contemporáneo a donde se puede remitir, con sus grandes diferencias, el camino seguido en la actualidad por Javier Riera. Hace ahora alrededor de tres años, este artista trasladó su investigación sobre diversos aspectos del paisaje desde los pinceles a medios derivados de la fotografía, proyectando en directo sobre la naturaleza formas de derivación geométrica no exentas, a menudo, de contenidos simbólicos. Su exposición del 2008 en el Museo Reina Sofía, en Madrid, daba cuenta de los cambios operados en su aproximación al paisaje sin que, en lo sustancial, viniera a cortarse el hilo de lo que estaba haciendo antes en calidad de pintor. Riera presentaba allí un conjunto de trabajos fotográficos que eran el resultado de un proceso complejo. Un proceso que comienza con la elección del lugar al que se desplaza físicamente en los momentos precedentes al amanecer para proyectar, especialmente sobre la vegetación, formas geométricas diversas, simples o compuestas, de elaboración previa como diapositivas a partir de imágenes procedentes del ordenador. Esas imágenes-luz proyectadas sobre la oscuridad del paisaje y la primera claridad del día le abrían nuevas posibilidades conceptuales donde los factores concernientes, sir ir más lejos, al tiempo, cobraban una mayor realidad que en la pintura. El artista, de otro lado, quedaba más al margen, como individuo, del contenido de su trabajo, y las pulsiones abstractas de su primer periodo expresionista se sustituían por el protagonismo de las pulsiones de la naturaleza exterior a su persona. La superposición al paisaje de la geometría proyectada ponía también énfasis en una doble cuestión que para Riera sigue siendo básica: el convencimiento del orden básico que rige la formación de la naturaleza, y el propósito de no ocultar la carga simbólica que ésta ha generado en el hombre a lo largo de milenios.

En la segunda parte de Humano, demasiado humano, Nietzsche da cuenta de lo siguiente: “Observo que todos los paisajes que me agradan de una manera persistente contienen, en su diversidad, una simple figura de líneas geométricas. Sin semejante sustrato matemático, ninguna comarca llega a ser para la mirada un regalo artístico. Y acaso esta regla permita una aplicación simbólica al hombre” (4). El filósofo resume en pocas líneas su atracción por una armonía natural de filiación geométrica que él enlaza con la cualidad del arte. Pero no va a estar solo con dicho pensamiento. Rilke, a su vez, dirá algo parecido: “El arte es la pasión de la totalidad. Su resultado: serenidad y equilibrio de lo numéricamente completo” (5). Pues bien, Javier Riera no tiene intención de llevar a cabo una obra meramente descriptiva del aspecto exterior del paisaje, además tan inestable y modificado de continuo a nuestros ojos por la acción temporal que comporta cambios de diverso signo, incluyendo los lumínicos, sino que pone el acento en otros factores más reales que resaltan la temporalidad, a la vez que quiere ahondar, aunque sea de manera ambigua, en la idea de la no gratuidad de las formaciones naturales, indicando de paso la riqueza simbólica desgranada a lo largo de los siglos desde la geometría sustentadora de esas formaciones. Se trata de un empeño que contrasta con gran parte del curso de la sociedad de nuestros días, donde el espectador “cuanto más contempla, menos vive; cuanto más acepta reconocerse en las imágenes dominantes de la necesidad, menos comprende su propia existencia y su propio deseo. La exterioridad del espectáculo en relación con el hombre activo se hace manifiesta en el hecho de que sus propios gestos dejan de ser suyos para convertirse en los gestos de otro que los representa para él. La razón de que el espectador no se encuentre en casa en ninguna parte es que el espectáculo está en todas partes” (6), ha señalado Guy Debord.

Las claves que alumbran la obra reciente de Javier Riera, y ya nos referimos en concreto al trabajo concebido para la exposición en el Museo Barjola, en Gijón, van por derroteros bien distintos a los resaltados por Debord en la cita precedente. El espectáculo que ofrecen las imágenes allí proyectadas no se desvincula de la naturaleza y de la conciencia del espectador con la intención de alienarle y ofrecerle un panorama ajeno a su vida y a su pensamiento; por el contrario, la sucesión de fotografías concebidas principalmente desde las ideas de temporalidad y geometría aplicadas al paisaje vienen a sintonizar con la propia condición humana, sometida, como la naturaleza en general, a los dictados del tiempo y a las fracturas, pero también organizada desde su nacimiento y vinculada por necesidad con la historia de una cultura que la enriquece hasta el presente. Es como si el artista quisiera abrir más los ojos del espectador al entorno del cual forma parte, ya que así, adentrándose en el entendimiento y en los enigmas del medio natural, el hombre puede avanzar en su propio conocimiento valiéndose de una buena guía. Romper los vínculos con ella es una peligrosa ficción de esta era tecnológica donde el hombre prefiere estar en las nubes –en un sentido figurado– a poner pie en la tierra de la que procede y es parte.

En una tarea similar en cuanto a la inmersión en las relaciones entre el arte, naturaleza y ciencia se encuentran artistas internacionales de la misma generación de Riera, como Olafur Eliasson y Carsten Nicolai, por citar sólo dos nombres de éxito, convencidos ambos de que el arte es una vía para el conocimiento, atentos a un planteamiento reflexivo necesario en esta época de tanto producto sin sentido que la sociedad de consumo lanza por doquier con envoltorio atrayente desde el poderoso mercado y cuyo deslumbramiento afecta también a la creatividad, a muchas de las imágenes artísticas de hoy. En réplica a lo ahora apuntado, el ejercicio de reflexión con el arte puede estar acompañado, más allá de las imágenes visuales como en el caso de Nicolai, por la investigación con el sonido. Este arte demuestra que el uso de la tecnología tiene la capacidad de generar algo positivo para el enriquecimiento cultural del hombre. Pero tampoco la proximidad a la ciencia está reñida con la consideración del terreno simbólico, a través del cual se han expresado las culturas de la humanidad desde tiempos muy lejanos, y los hallazgos del presente no tienen por qué descartar, como si no existiera, el legado del pretérito. Lúcidamente escribía Mircea Eliade que “las imágenes constituyen aperturas hacia un mundo trans-histórico. No es éste el menor de sus méritos: gracias a ellas pueden comunicarse las diversas “historias” (7). Y eso es, en resumen, lo que parece buscar Javier Riera en su trabajo Secuencias, una proyección de alrededor de ciento veinticinco imágenes compuestas donde inserta la forma geométrica en el paisaje y que tiene el doble valor de trabajo de campo –acción– y de laboratorio con ordenador.

Son imágenes, las de Riera, que hablan del paso inexorable del tiempo y de las transformaciones producidas por éste, aunque, en general, renuncian de modo deliberado a dar señas detalladas de nuestros días y, en ese sentido, enlazan con una atmósfera trans-temporal que viene a avivar la memoria desde el paisaje, la proximidad a la ciencia y la posibilidad de recurrir al símbolo, contenido no pocas veces en la misma geometría y en sus derivaciones. Secuencias es incluso una obra de raigambre fenomenológica donde se pone el acento en la percepción de la temporalidad, pues, siguiendo ahora a Bachelard, “la fenomenología de la imaginación debe asumir la tarea de captar el ser efímero. Precisamente, la fenomenología se instruye por la brevedad misma de la imagen”(8). Riera trata dicha brevedad dejando que cada imagen sea contemplada durante tres segundos por el espectador, un tiempo acorde con la rapidez de sus tomas fotográficas en el paisaje iluminado al principio solamente por el foco del proyector en los momentos oscuros que preceden al alba, y luego también por la rápida evolución de la luz del amanecer, la cual acaba diluyendo la iluminación –y la imagen– proyectada. En otras obras que no constituyen con propiedad una serie como lo es Secuencias, hay ocasiones en las cuales el artista prefiere actuar en el paisaje escogiendo los momentos habidos entre la caída del día y la entrada de la noche. Se trata de trabajos realizados con independencia entre sí, por mucho que sean parte del concepto general que Riera está desarrollando y que puedan desvelarse sucesivamente en la misma pantalla, como podemos ver en las veinte diapositivas proyectadas en la pared del espacio precedente a la Capilla de la Trinidad en el Museo Barjola.

Las formas geométricas vertidas por la luz en el paisaje, superpuestas a él en una actuación que tiene que ver con la pintura donde sobre una base se van agregando capas de color y motivos varios, suelen ser transparentes, igual que lo son los planos del dodecaedro apreciable entre los pinos de Secuencias. En otras palabras, la geometría no quiere anular la naturaleza, sino fusionarse con ella, apelando probablemente a esa organización natural registrada por la ciencia. Y, a diferencia de numerosas acciones emprendidas en el medio natural por el llamado land art desde finales de los años sesenta del pasado siglo, las intervenciones de Javier Riera, como él mismo declara, “son efímeras y no dejan huella sobre el paisaje, ocurren y desaparecen”. Pero el autor confiesa algo más: “Siento como si hubiera algo latente en los espacios en que trabajo, algo que de alguna manera se ve representado o se realiza a través de mi trabajo”. Un lugar campestre cuya semblanza a ojos vistas no parece obedecer a proporciones matemáticas de derivación euclidiana, sí daría pie, en cambio, a la posibilidad de relacionarlo con la moderna geometría de la naturaleza que incluye la geometría fractal. Los llamados fractales son esas formas semigeométricas que el medio natural presenta cual estructuras repetidas a diferentes escalas en correspondencia con una ordenación de origen. No se reducen al mundo mineral, sino que se hallan también en los vegetales y hasta en la atmósfera. Refiriéndonos a la obra Secuencias, la unión proyectada del cuerpo platónico por excelencia, el dodecaedro, símbolo del universo en su regularidad plena y en su capacidad giratoria –puede abarcar la esfera y ser abarcado por ella–, y la masa verde de contornos disímiles de los árboles nos conduciría de lo general a lo particular, que asimismo está comprendido en la totalidad. De otra parte, quedaría subrayado el hilo conductor entre la geometría clásica y la contemporánea geometría de la naturaleza, por la cual el artista también manifiesta interés.

Si Secuencias centra su atención en el paisaje, tampoco descuida su relación con el espacio arquitectónico para el cual ha sido concebida: la capilla barroca anexa al que fue el Palacio de Jove-Huergo, terminado de construir en 1676 y sede actual del Museo Barjola. La proyección se realiza en la zona frontal de esa Capilla de la Trinidad, una pared blanca que sirve por entero de pantalla, hasta el arranque hueco del arco de medio punto donde parcialmente se sustenta la cúpula del antiguo presbiterio. Los muros laterales albergan dos hornacinas de piedra, enfrentadas y de las mismas características, en las cuales destaca su frontón curvo y partido. Estos pequeños altares se encuentran hoy vacíos y, en cierto modo, Javier Riera los ha incorporado, como el resto del espacio, a su trabajo, ya que entran en sintonía lumínica con la proyección frontal, haciéndose imperceptibles al principio para desvelarse por entero al final, cuando las imágenes proyectadas se anulan por la claridad cegadora.

Secuencias trae consigo, en boca del artista, “la sensación de certeza de lo cotidiano y la de asomarnos a lo que nos supera”. La sucesión de imágenes a partir de unos mismos motivos –el geométrico y el natural– sólo alterados por la evolución de la luz nos conduce a pensar en algo en lo que Didi-Huberman ha puesto énfasis en numerosas ocasiones hablando de la vida de la imagen, que los atributos de la misma no consisten en alcanzar la realidad completa y palmaria, sino como mucho en iluminar con una ráfaga, con un destello, una parte de lo real. Porque la realidad supera con mucho lo que llegamos a ver, a percibir. Por otra parte, es preciso que no confundamos los términos: la velocidad con la que transcurre la elaboración por parte del artista de las imágenes en Secuencias es fruto de una reflexión real sobre el tiempo, que afecta tanto a los fenómenos del universo, como a la naturaleza y al pensamiento del hombre. Sin embargo, el espectador percibe la secuencia más lentamente porque asiste a los detalles concatenados de su metamorfosis. Todo lo contrario de lo que se produce con los bombardeos visuales de imágenes a los que el presente nos tiene acostumbrados y que no suelen conducir más que a la indistinción temporal. A este respecto, Lipovetsky y Serroy mantienen que ”la dialéctica de los tiempos vivos y los tiempos muertos, que establecía un contrapunto con unos y otros y hacía sentir lo rápido por contraste con lo lento, como elaboración progresiva de una aceleración de valor dramático que se construye a ritmo creciente, ya no está en circulación: ahora es velocidad ininterrumpida y sin pisar el freno” (9). Los autores de esta afirmación se refieren sobre todo a lo que está ocurriendo en la pantalla del cine, pero ello es extrapolable a otros ámbitos del reino contemporáneo de la imagen que, a su vez, afectan a la producción cinematográfica y, de algún modo, también a las artes visuales.

Javier Riera, en la coherencia de su trabajo, ha sabido utilizar la secuencia de imágenes hablando de la transformación de la luz en experiencia directa, cuerpo a cuerpo, con esa brevedad que asimismo lleva consigo cambios en la percepción de las cosas. Su secuencia es un crescendo inspirado en un espacio corto y real del tiempo, un espacio temporal y cíclico donde nunca se repiten exactamente las cualidades lumínicas. En Secuencias sí hay una elaboración progresiva y un ritmo creciente, el marcado por la evolución de la luz, como de un modo muy distinto hiciera en 1971 el artista holandés Jan Dibbets en su obra Una pared blanca, conjunto de diez fotografías analógicas en blanco y negro reunidas ordenadamente en un solo marco que incluye además el dibujo a lápiz del diagrama acerca del proceso. La obra responde a la acción del artista sobre un lugar en la pared registrado por sus fotografías, un crescendo desde la claridad total a la completa oscuridad, valiéndose de la imagen exclusivamente numérica que aparece en progreso cuando la luz se lo permite y se pierde en la ausencia de iluminación. Para realizarla, Dibbets fue reduciendo matemáticamente el ajuste de la exposición en su cámara a medida que disparaba, con total independencia de la evolución de la luz real del día, cosa que sí tuvo en cuenta en otra obra conceptual, El día más corto en el Van Abbemuseum, de 1970, donde desde el interior de ese museo situado en Eindhoven, fotografió cada diez minutos la luz exterior de un solsticio de invierno entre los instantes precursores del amanecer y la caída de la noche.

Pero volvamos al trabajo de Riera que estamos comentando. El autor no modifica ni el diafragma ni la velocidad de su cámara digital a lo largo de los múltiples disparos que realiza directamente en el paisaje siguiendo la veloz evolución lumínica natural, en menos de una hora. Eso provoca, con la luz exterior en aumento, que la imagen que queda a la vista, la de la naturaleza, vaya quemándose hasta desaparecer, como antes se había ido esfumado por la claridad en aumento la figura del dodecaedro lanzada desde un proyector –alimentado normalmente con generador portátil– hacia la masa vegetal de pinos . Ya hemos apuntado que si el proceso in situ de este trabajo se desarrolla con cierta celeridad a requerimiento de la plasmación con la cámara de las variaciones continuas sufridas por la luz, al espectador le llega una obra bien trabada en su serie, donde los tres segundos programados para cada diapositiva pasada al ordenador son suficientes a la hora de una percepción sin prisas de lo que allí se muestra.

Mientras la pantalla de Secuencias se ajusta al tamaño del espacio frontal y cerrado de la capilla ocupándolo por entero, en la obra complementaria, y a la vez independiente, ubicada en la sala abierta que sirve de acceso al recinto desacralizado donde se desarrolla la serie mencionada, un simple proyector de diapositivas –a la vista– va arrojando imágenes varias sobre una pequeña acotación en la pared. A diferencia de lo que ocurre en Secuencias, aquí son distintas formas geométricas las proyectadas sobre diversos paisajes. Es decir, cada diapositiva trata de la comunión de un fragmento de la naturaleza y de una figura derivada de la geometría sin encontrar repetición en ninguna otra fotografía de las que integran el conjunto seleccionado. Por otra parte, este lugar destinado a la proyección recibe luz cenital desde el exterior, lo cual produce una iluminación menos contrastada de las imágenes. Así aparecen paisajes terrestres y acuáticos en parte, tomados desde una variedad de perspectivas, en convivencia con la superposición de ordenaciones lineales, de planos e incluso de volúmenes en escala superior con respecto a la exhibida en la topografía.

Esas formas geométricas, muy libres en ocasiones y elaboradas a partir de los recursos del ordenador, alumbran con frecuencia detalles de la vegetación y de lo que hay en el terreno, como si fueran transmisoras de energía y no sólo se ciñeran a relacionarse simbólicamente con la ordenación natural a la que aludíamos al principio del texto. Podrían interpretarse cual metáforas del pensamiento que dirige su fuerza a la otra energía existente fuera de él. Pero aquí entramos en un ámbito sumamente ambiguo donde caben muchas otras hipótesis. En cualquier caso nos encontramos ante obras artísticas sedimentadas en un amplio abanico connotativo donde el espectador, según su formación cultural y su mirada propia, puede encontrar múltiples vías significativas sin cerrarlas nunca en interpretaciones irrefutables. Porque, aun cuando el artista se valga en parte de la geometría, éste no deja de ser un trabajo de raíz subjetiva, a distancia del rigor científico y de su lenguaje caracterizado por la tendencia a lo unívoco y a lo demostrable. El arte, en cambio, tiene la capacidad de adentrarse en el enigma de aspectos de la naturaleza y de la vida cuya indefinición no se manifestaría de otro modo. El arte suscita cuestiones que otros medios, más inmersos en la praxis racional, suelen pasar por alto aunque se tropiecen con ellas en el camino.

Ahora que un museo alemán, el de Wolfsburg, dedica una amplia exposición a Rudolf Steiner y a la huella, directa e indirecta, que su antroposofía ha dejado en un sector del arte contemporáneo desde la vanguardia representada por Kandinsky y Mondrian, a la figura de Beuys y a manifestaciones artísticas recientes, pensamos que Javier Riera no está muy lejos de esa onda de largo alcance que reivindica la estrecha relación del hombre con la naturaleza y el cosmos. El pensamiento creativo del filósofo austriaco intentó conciliar los fundamentos científicos con la presencia de lo invisible, con los grandes enigmas de la existencia, convencido como estaba de que, por sí mismas, las ciencias naturales, cuyo objetivo es la investigación del mundo físico sensible, no son capaces de penetrar en otros ámbitos que atañen a la naturaleza humana, incluyendo el substrato del espíritu. Por contraste con esas ideas capaces de atravesar la noción del tiempo en busca de una armonía duradera, lo abundante en la llamada por Bauman “nuestra sociedad moderna líquida” es aquello de lo que se obtienen resultados inmediatos. “Los valores son valores en la medida en que son aptos para su consumo instantáneo e in situ” (10).

Javier Riera, con su mirada transversal que aúna el orden con la realidad y con la imaginación, es de esa clase de artistas que sondean en la apariencia para encontrar vestigios más profundos. En su obra, lo que vemos nos lleva a lo que no vemos y, a partir de la captación de lo efímero, abre la puerta a lo verdaderamente duradero, que no es otra cosa que la energía siempre renovada existente en la naturaleza y en el pensamiento humano proyectado sobre ella y, como parte de ella, capaz de alumbrarla.


NOTAS

  1. G. Jung, Arquetipos e inconsciente colectivo, Paidós Ibérica, Barcelona, 2003, p. 162.
  2. Nicolas Grimaldi, “L´ Esthétique de la belle nature”, en Philosophie et Esthétique du paysage, Champ Villon,
    Seyssel, 1982, p. 122.
  3.  C.G. Carus, “Esquissse d´une physiognomonie des montagnes”, en C.D. Friedrich y C.G. Carus, De la
    peinture de paysage
    , Klincksieck, París, 1988, p. 135.
  4. Friedrich Nietzsche, El viajero y su sombra, EDAF, Madrid, 1985, p. 199.
  5. Rainer Maria Rilke, El testamento, Alianza, Madrid, 1985, p. 63.
  6. Guy Debord, La sociedad del espectáculo, Pre-Textos, Valencia, 1999, p. 49.
  7. Mircea Eliade, Imágenes y símbolos, Taurus, Madrid, 1989, p. 187.
  8. Gaston Bachelard, La poética del espacio, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1986, p.194.
  9. Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, La pantalla global, Anagrama, Barcelona, 2009, p. 79.
  10. Zygmunt Bauman, Mundo Consumo, Paidós Ibérica, Barcelona, 2010, p. 316.

< Volver a Textos