Javier Hontoria
Un cuadro llamado “Snowhite I“, de cierto aire blanquecino y leve, realizado en el año 1997 y expuesto por vez primera en la madrileña galería de May Moré a principios del año siguiente, es el punto de partida del camino recorrido por el pintor Javier Riera desde aquellos años centrales de los noventa hasta la actualidad. Es un cuadro de formato medio, de esos que su autor y yo hemos denominado habitualmente, por hacerlo de un modo rápido y familiar, “chinos” u “orientales” (como se verá más adelante, Riera siempre ha estado interesado en ciertas ramas de la filosofía oriental) por esa cualidad mística y evanescente que emana de la superposición de veladuras grises verdosas y rojizas sobre un fondo claro y por las tensiones que genera el enfrentamiento entre pintura y vacío. “Snowhite I“ pertenece a un conjunto de cuadros que deben inscribirse en esa pintura de resonancias líricas que practica el artista a mediados de la década de los noventa y que le sitúa en la línea de muchos otros pintores de su generación, algunos de ellos incluidos, también, en esa importante y esclarecedora exposición colectiva, “Líricos de fin de siglo“, organizada por Santos Amestoy en 1996.
Tiempo habrá para estudiar el destino de la pintura abstracta de raíz lírica en España, una práctica que ha pasado de gozar de gran popularidad y buena salud en los noventa a verse hoy oculta en el ostracismo, perdida en la compleja trama de estilos y tendencias actual, en esa maraña híbrida, tecnológica, si se quiere. No debemos dudar de la vigencia de la pintura en la actualidad. Asistimos de hecho, creo, a uno de sus más brillantes resurrecciones. Lo que no tengo tan claro es que este nuevo renacer se cimente en el lirismo. Todavía hoy hay artistas que deberíamos situar en algún lugar cercano a lo “lírico” pero muchos de estos pintores ahora prestan atención a otras cosas como el proceso, el espacio o la reflexión sobre la imagen, palabra de tan elástico recorrido en la actualidad. Y si ya entonces la palabra “lírico” es cuestionada, hoy es una etiqueta comúnmente rechazada.
Lo cierto es que la pintura de Javier Riera se caracterizaba, como han dicho numerosos comentaristas, ente los que me incluyo, por su filiación romántica, por su condición “luminosa, que tiene bastante de visionaria”1 . Ese apego a la tradición romántica va a estar aún presente durante algunos años hasta que, poco a poco, el pintor vaya reformulando su quehacer en otra dirección, abandonando progresivamente el sustrato épico de sus pinturas y liberándose de las férreas ataduras que propiciaban el “sentimiento de comunión con la naturaleza”2 . Esta exposición, y el texto que la acompaña, muestra una opción de salida de aquella pintura, algo que comienza a suceder hacia el año 2003 a pesar de que ya en una fecha tan temprana como 1997 Riera afirmara: “Hasta ahora he estado muy apegado a las naturaleza, a la pintura de raíz romántica relacionada con el paisaje. Quizá esté empezando a alejarme de todo eso.”3 Por esto hemos optado por inscribir este recorrido pictórico en este periodo de diez años, de 1996 a 2006. Diez años en los que mucho ha pasado, primero en aquel ruidoso estudio de Barajas y ahora en el Paseo de Extremadura. Diez años que han visto un despegarse de esa tradición abstracta lírica que hoy agoniza para acercarse a esta otra pintura. Si en 1996 aquella tradición lírica “hundía sus raíces en ese problemático fin de siglo”4 hoy debemos negar cualquier vinculación de esa pintura con el escenario contemporáneo. Más bien, y como ya he dicho en otra ocasión, mira hacia otro lado. La inclusión de Javier Riera en la exposición “Líricos de fin de siglo” resulta a todas luces justificada. De entre sus influencias iniciales, Riera reconocía la importancia que el pintor segoviano Carlos León había tenido en su formación. Establecieron contacto cuando aún vivía en Salamanca y vino a Madrid para realizar un taller en el Círculo de Bellas Artes. Más tarde estuvieron pintando juntos en la antigua Fábrica de Vidrio de La Granja con otro joven artista, Jorge Galindo, pintor también lírico entonces, pintor que hoy se encuentra igualmente fuera de la escena abstracta lírica, también preocupado por otras cosas. De esa época, recuerda su intención de practicar una pintura abstracta pero ya entonces dudaba de la idoneidad de la palabra “lírico”. Más bien le interesaba, como a Galindo, entonces un pintor claramente gestual, la aportación de los expresionistas abstractos norteamericanos. De Carlos León le interesaba su íntima relación con la naturaleza, la sensualidad de su pintura y su condición orgánica. Recuerda cómo él le indujo al descubrimiento de Twombly, “junto a Diebenkorn, uno de los últimos grandes pintores”, como diría entonces.
Hay en los cuadros de mediados de los noventa una indudable filiación expresionista, una querencia gestual que todavía persistirá un par de años, hasta 1997 aproximadamente. Porque todo evoluciona hacia una mayor contención. En 1997 Riera afirma sentirse cansado de ciertos instrumentos utilizados por los expresionistas americanos (“…después de ver dos o tres “drippings“ comienzo a aburrirme”), no en vano, en esa misma época opta por un tipo de pintura que “prescinde de los avatares personales de su autor en favor de sus propias leyes, cuya vida no proceda del pintor sino de sí misma”5. Hay un alejamiento del gesto y un mayor control sobre los caprichos del azar. Poco después, hacia 1998, comienzan a ocurrir cosas. Hasta ahora, las superficies se caracterizaban por su apariencia etérea. Había un persistente cruce de energías y golpes de mano que se encontraban en el vacío, violentos choques de fuerzas. En los cuadros que pinta en torno a 1998, comienza a advertirse un viraje que a la larga será determinante. No me atrevería a asegurar que aquí se encuentre el germen del formidable giro que experimentará en 2003 pero sí se puede apreciar un decidido cambio con respecto a actitudes anteriores. Aquí el paisaje se hace finalmente visible, sin embargo, en mi opinión, no se erige en protagonista. Riera ya había dicho poco antes que toda la pintura era paisaje. Éste toma forma, adquiere una presencia consistente pero se instala en el fondo del cuadro y ha de entenderse como un telón de fondo. Los bosques y los troncos y ramas de sus árboles, las montañas y los cielos son ahora claramente perceptibles pero ceden ante el ímpetu asombroso de la mancha, que se extiende por encima de los diferentes paisajes, sobrevolándolos.
Tiendo a pensar que Javier Riera quiere, por medio de estas manchas, aprehender definitivamente el paisaje, hacerlo suyo, en oposición a esa idea romántica del pintor sobrecogido ante la insondabilidad del espacio. Funcionan estas manchas como golpes de luz que activan la totalidad de la superficie, pero creo que la idea central es otra: la mancha emerge del paisaje y éste es el punto de partida para lo que veremos más adelante: la imagen que emerge del paisaje. Creo necesario introducir aquí una cita que viene a describir claramente las intenciones de Riera en este punto: “Si en el Renacimiento se planteaba el concepto de cuadro como ventana, en mi trabajo actual yo diría que el cristal de esa ventana está sucio, tiene manchas que se sobreponen al paisaje de fondo con una mayor o menor integración con él. Pinto los paisajes que realmente me emocionan o perturban y sobre ellos continúo con el cuadro añadiendo manchas o trazos. Una vez que un paisaje se ha convertido en pintura ha pasado de un plano de percepción interior a una materialidad que permite una manipulación del objeto plástico. Se trata para mí de profundizar en mis emociones sin quedar atrapado en ellas. Pero además estoy hablando de la importancia de la “suciedad” de ese cristal que es el medio por el que se difunde la obra, el paisaje, la información. Los tópicos del paisaje romántico son explotados hasta la saciedad en la imagen publicitaria. Están “contaminados”, nuestra mirada sobre ellos ha perdido cualquier atisbo de inocencia. Esta contaminación es paralela a la del medio ambiente que me parece un rasgo definidor absoluto del mundo actual.”
Parece claro que nos encontramos ante dos planos, el paisaje y la mancha. Esto, obviamente, genera un espacio intermedio, un espacio de incertidumbre por el que fluyen los opuestos. Ya en “Líricos de fin de siglo“ Santos Amestoy dice que “el espacio es el gran enigma. Si está lleno, es de vacío, cuanto más plano, más profundo. Lo cerca es lejos (…) Lo opaco es luz (…) Parece el fin, pero todo está antes del comienzo“7. Hay, en efecto, también, una sensación de encontrarse en un momento previo. Con motivo de su exposición en May Moré, a principios de 2002, yo mismo afirmaba que “entre el estatismo del paisaje y el vigor de la pintura (la mancha) se generan tensiones y un espacio para la reflexión, entre las dos capas, (…) en el ruidoso umbral del silencio.8 Estos cuadros de 2001-2002 son, en mi opinión, los últimos cuadros verdaderamente líricos de Javier Riera. Los últimos cuadros donde el paisaje se entiende como un elemento explícito y donde esa idea romántica tan arraigada se mantiene visible. Debemos pues empezar a pensar que de ahora en adelante, Javier Riera ya no es un pintor de manchas.
Después de su exposición en May Moré de 2002, Riera pasa una buena temporada sin exponer. Trabaja silenciosamente en su estudio y lo siguiente que se sabe de él, al margen de una pequeña individual en Santiago, es que ha ganado el premio Ángel de pintura. El cuadro ganador es un lienzo de 200 x 200 centímetros. Líneas de un color rojizo cruzan horizontalmente la negra superficie y son golpeadas por focos de luz cuya procedencia intuimos, pero no vemos. Son fogonazos que surgen desde la posición del espectador y que sacuden el recorrido de las líneas, sin entorpecer su sentido. Seduce este cuadro por su asombrosa liviandad, por su respiración ligera, por su luminosidad.
Riera siempre ha considerado su obra en el contexto del paisaje, algo con lo que no siempre se ha sentido a gusto.9 Pues bien, aquí parece haber encontrado el camino. Pero ¿cómo se entiende este giro? Hasta este momento, la pintura de Riera se había entendido en términos cercanos a una idea de emoción, determinados por la carga trascendente, “atmosférica” de muchos de sus trabajos. En la pintura romántica se ha hablado siempre de la emoción del hombre ante las descargas de la naturaleza. Hasta no hace mucho, la emoción era algo que debíamos asociar con esa pintura de manchas que practicaba en los noventa. A Riera siempre le ha interesado la relación entre imagen y pensamiento y, por tanto, la relación entre imagen y emoción. Parece claro que ya desde que la imagen emerge del paisaje, como ocurría en los cuadros anteriores (recordarán la suciedad de la ventana), ésta se empieza a liberar de la emoción, pues paisaje y emoción van, en su pintura, íntimamente unidos. Es, así, éste, un claro paso adelante en su recorrido pues lo que era entonces mancha se ha convertido definitivamente en imagen.
Estos primeros cuadros realizados después del verano de 2003 abandonan la idea explícita del paisaje. Aquí no hay ya ninguna representación de la naturaleza. De ahora en adelante no volveremos a ver una. Lo que veremos será más bien el funcionamiento de la naturaleza, su movimiento implacable. Es significativo, además, que en todos estos nuevos cuadros esa idea del paisaje como telón de fondo haya sido sustituida ahora por la rotundidad del negro, un negro sobre el que ahora fluye la imagen, la de la naturaleza en acción. Así que Riera ha conseguido finalmente “dar ese paso que rompa con lo que la tierra tiene de madre, con la relación orgánica que mantengo con ella”.10 Porque aquí interviene otra de las claves para entender este paso: la intención de pasar de una pintura donde prime la emoción a otra más “mental“, de lo trascendente a lo concreto.
Javier Riera siempre me ha hablado de su relación con la música. Antes subrayaba, al hilo de los juegos de opuestos y de aquellas pinturas chinas de mediados de los noventa, la íntima relación entre las superficies pintadas y los vacíos. De esa idea se podría extraer esta otra, también presente en su obra: la relación entre el silencio y el sonido. En el proceso de creación de sus trabajos, la música juega un papel central. En más de una conversación hemos coincidido en nuestro interés por Sigur Rós, un cuarteto islandés cuyos trabajos “Ágaetis Byrjun“ y ( ) tuvieron una cálida acogida en nuestro país. Si bien es cierto que en la música de este cuarteto islandés hay referencias a un mundo trascendente, y que en su obra hay una alusión constante al paisaje de su país (Riera siempre ha dicho que el conocimiento del paisaje asturiano ha sido definitivo en su trabajo) lo que me hace situarla en un plano paralelo al de su pintura es el desapego de lo tangible, la liviandad y esa interpretación de lo nocturno. En muchas de las piezas de “Ágaetis Byrjun“ y ( ) se perciben movimientos en la noche. Hay algo enigmático en el funcionamiento de la naturaleza, en sus mecanismos cuando se impone la oscuridad. Hay algo asombrosamente inquietante en el correr del viento, en el lento fluir del agua y en el lenguaje misterioso de los pájaros. Estos cuadros nuevos, que confirman una serie que se mantiene abierta tienen un poco de ese enigma nocturno. De estructura semejante y dispuestos en sentido longitudinal, provocan el fluir de la mirada. Y lo que es más importante: se consolida un interés por la línea en oposición a esos ambientes de tan variada temperatura, la línea como nuevo vehículo expresivo, no de emociones sino de ideas.
La línea frente a lo atmosférico y, como ha afirmado en alguna ocasión, “la verdad frente a la emoción”. Muchas veces ha hablado Riera de su interés por valores anteriores a lo puramente emocional, pintores que, de hecho, han aportado a la pintura un altísimo grado de verosimilitud, pintores capaces de entender plenamente su presente como Velázquez y más tarde Vermeer. Hay tal vez en Riera una creciente voluntad de aprehender rigurosamente el tiempo que le hace alejarse de toda interpretación emocional de las cosas, del paisaje, de las formas. En estos últimos años Riera ha ido acercándose a la geometría. El día que mostraba estos nuevos cuadros en la galería May Moré, hace exactamente dos años, recuerdo ver, en el muro de la derecha, al lado de la ventana, un cuadro de formato medio en el que se advertía una sucesión de líneas rectas amarillas entrecruzadas. Hasta ahí todo bien, en la dinámica de la producción última. Pero en el centro del cuadro había una forma romboidal que parecía una ventana a través de la que se veía el negro del fondo. Quizá haya sido arriesgado utilizar la palabra “ventana” dadas las circunstancias, pues no quiero llevar al lector a la confusión, pero la alusión a una cierta geometría era clara. Asimismo, recientemente ha realizado unos cuadros con una estructura semejante a la de un damero. En estos últimos años Riera ha mostrado también un renovado interés por la pintura, o más bien el pensamiento plástico, de Pablo Palazuelo. Riera no entiende a Palazuelo como referente opuesto a algunos de los pintores románticos que un día le interesaron, en especial Friedrich. De hecho sitúa a ambos artistas en un plano similar pues “ambos trabajan desde una visión interior”.
La mancha-imagen que ahora flota inerte sobre fondos negros va adquiriendo un carácter netamente icónico. Es una imagen que se erige ya en figura centralizada, a todas luces simétrica. Dos conjuntos de obras son altamente ilustrativos, de un lado las formas, claramente geométricas, cercanas a los mandalas, que ha mostrado recientemente en una pequeña individual en una galería de La Granja, y, de otro, las alas. Los primeros no son sino la constatación del interés de Riera por los movimientos de la naturaleza. Palazuelo escribió en 1990 que “la naturaleza, que es algo vivo, se orienta creando estructuras siempre más ricas, más complejas y desde el momento en que se reconoce la existencia de esas estructuras “orientadas“ es inevitable pensar en una función geometrizante, en una geometría de lo vivo.12 Es del mismo modo inevitable pensar en los mandalas tras leer esta afirmación. Además, Javier Riera ha encontrado una relación entre los mandalas y los cristales de agua. Por un curioso efecto, el agua, adquiere al congelarse fascinantes formas geométricas. Es un desenlace sorprendente y paradójico del que Riera no puede sino mostrar su absoluta admiración. En esta nueva dinámica de representar lo que se intuye de la naturaleza, sus movimientos, sus sonidos, Riera otorga a estos mandalas un papel protagonista.
Los mandalas son instrumentos para la meditación utilizados en los ritos sagrados budistas e hindúes. Viene a ser la representación del cosmos, la morada de los dioses y tiene en su centro el punto donde convergen las energías universales. El mandala es representado fundamentalmente como un icono venerable y, por la importancia de su centro, suele ser un cuerpo simétrico. A Riera le ha interesado esa idea de que los mandalas produzcan una comunicación entre el mundo interno y el mundo externo y, lo que es más, tienen para él un valor fundamental como símbolo de equilibrio, armonía y proporción, términos inherentes al lenguaje clásico que, paradójicamente se encuentran en las antípodas de lo que ha sido la pintura de Javier Riera hasta no hace mucho. Las alas tienen que ver con los mandalas en tanto que imagen centralizada aunque se distancian de ellas por su decidido aire espectral, su condición fragmentaria. Estas alas parecen al borde del desvanecimiento, tienen una presencia dudosa. Son imágenes que podrían pertenecer a un mundo inconsciente, imágenes “en tránsito“, como dependientes de la vibración cíclica de la naturaleza. Pero son también, y ante todo, el fruto de esa reformulación, de esa depuración formal a la que ha sometido su trabajo reciente.
Y son, además, la culminación del trayecto iniciado en 1999. Da la impresión de que la superficie del lienzo ha acabado por absorber todos los elementos constitutivos del cuadro. La imagen que entonces era una mancha parece condensarlo todo y flota sobre la negra intensidad de los fondos. Riera ha abandonado con los valores formales que un día situaron su trabajo en la órbita de lo “lírico”, el gesto, la dualidad pintura/vacío, la mancha, la percepción atmosférica del paisaje, para emprender un camino hacia una mayor definición, una mayor claridad formal, un territorio en el que la emoción ha sido sustituida por el rigor, el mundo sensorial por el número, la incertidumbre de lo atmosférico por la certeza de la línea. ¿Avanza Riera hacia una interpretación más clásica de la naturaleza?