Ignacio Gómez de Liaño
Cuando en 1519 llega Hernán Cortés a Tenochtitlan, capital del Imperio Azteca, la fantasía de los españoles se desborda. A la vista de «tantas ciudades y villas pobladas en el agua», dice Bernal Díaz del Castillo, «nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas y encantamiento que cuentan en el libro de Amadís». Tan extraño les resulta el lugar, que los españoles creen estar soñando y, en su fantasía, Tenochtitlan se confunde con los prodigiosos lugares que se describen en las novelas de caballerías y, también, con la ciudad lacustre de Venecia, que, en el ánimo de los expedicionarios, es lo que más se asemejaría a la capital azteca.
Pero antes de descubrir ese lugar, los españoles se han dado de bruces con un paraje aún más extraño, totalmente nuevo para ellos. Se les presenta cuando, tras dejar a sus espaldas Jalapa y Jico, inician una continua ascensión en la que, además de un continuo cambio de panorama, ven cómo el mangle, el zapote, el cedro rojo, la caoba, las palmeras y otras especies bien conocidas de los españoles van desapareciendo al tiempo que los encinares se vuelven cada vez más tupidos y la Naturaleza adopta un revestimiento cada vez más grandioso. De pronto los expedicionarios se ven envueltos por una atmósfera balsámica, saturada de trementina. Es la primera vez que un pulmón europeo se siente henchido con las emanaciones de esa especie. La impresión es tan fuerte que los frailes y clérigos caen de rodillas, el ejército detiene su marcha y Cortés, conteniendo la respiración, envía a unos indios cempoaltecas para que le den una explicación del prodigio. Pues lo más singular de la escena es que la intensa y novedosa fragancia se presenta como si fuera exhalación del paisaje que en ese momento se despliega envuelto en cortinajes de neblinas luminosas ─producidas por la condensación de los vapores procedentes del Golfo─ que, contra el fondo de los oscuros abismos de las barrancas en las que crepita la vida tropical, cubren el bosque de las coníferas de forma que sus penachos, empapados de la centelleante lluvia, parecen revestidos de pedrería.
Eso es, precisamente, lo que hace Javier Riera cuando proyecta sobre los paisajes y las especies arbóreas de su elección cortinajes confeccionados con la luz de su arte; cuando reviste los árboles del bosque o de un jardín con la pedrería de sus luminosos diseños geométricos. La experiencia paisajista de los expedicionarios españoles viene a ser algo así como una anticipación de los paisajes crepusculares y árboles de ancha copa que Javier Riera transfigura con los revestimientos que les da como envoltorios de luz y geometría a fin de provocar su redescubrimiento. Y a fin de provocar también, con su redescubrimiento, la reinvención de la Tierra. A diferencia de otros artistas del land art, que se sirven de composiciones de piedras para redefinirlos, como es el caso de Carlos de Gredos en ciertos parajes montañosos de la provincia de Ávila, Javier Riera se sirve de la luz como soporte y como sustancia de las figuras geométricas que proyecta/descubre/inventa en el paisaje elegido.
Tal vez una de las razones por la que he relacionado las proyecciones de Javier Riera con Cortés y los españoles que le acompañaban en su marcha hacia Tenochtitlan es debida a ciertas particularidades de la primera actuación poético-pictórica suya a la que asistí. Fue en el Parterre del Retiro, tan cerca por cierto del Museo del Prado. El árbol elegido por Riera para hacer la proyección era el ejemplar más famoso de la capital, tal vez el más antiguo, pues, según algunos, data de los tiempos de la fundación del parque en el siglo XVII. Pues bien, es el caso que el gigantesco ahuehuete, o Taxodium mucronatum, del Parterre elegido por el artista procede de Méjico y es tan de Méjico que se considera árbol nacional de ese país que fundara Hernán Cortés, el cual, por otro lado, pasó más de una vez al lado del llamado árbol de Moctezuma, ahuehuete de 700 años de edad y 52 metros de altura que aún se puede contemplar en la capital mejicana.
Tal vez no sea tampoco casual que, al contemplar la estructura geométrica de luz que el artista proyectaba sobre el árbol, se me viniese a las mientes por su similitud, según comuniqué al propio Riera, el tipo de geometrías que decora la arquitectura maya (por ejemplo, en Uxmal), que se halla precisamente en la zona por donde Cortés entró en Méjico. Lo que me lleva a pensar que Javier Riera, con sus proyecciones luminosas, no sólo busca reinventar el paisaje, darle una nueva definición transfigurándolo y suscitando en el espíritu del contemplador una sensación nueva del lugar ─cosa nada fácil en este mundo en el que la televisión y demás medios audiovisuales han hecho que todo el mundo tenga la ilusión de haber estado en todos los rincones del planeta y aún del espacio exterior sin haberse tomado la molestia de salir de casa─, sino que también busca otra cosa, y que eso que también busca el artista tiene que ver de alguna forma con una especie de gran juego en el que las fichas que maneja son las fechas o tiempos, a fin de potenciar mediante la confusión de tiempos y espacios el sentimiento de la existencia.