Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía
12 junio – 8 septiembre 2008
Andrés Barba
A Javier Riera, cuando comenta su obra –y es necesario apuntar que lo hace con particular elocuencia– le gusta utilizar términos extrañamente conmovedores: paciencia con respecto a la actitud con la que el artista debe asistir a la aparición del objeto que representa, desprendimiento para referirse ese segundo movimiento que toda imagen produce en la percepción de quien la contempla tras el primer impacto y en el que se tiene la verdadera experiencia estética, proceso (que no progreso) para describir la naturaleza de la conciencia del artista con respecto a su propia obra y al mundo que trata de representar. Términos agradablemente inusuales, como lo son sus óleos, como lo son estas fotografías. Habría que añadir que paciencia en este caso es un término especialmente apropiado. Parafraseando a John Berger sobre la obra de Vermeer, me confesaba que al hacer estas fotografías –cuya naturaleza exigía largas exposiciones nocturnas– tenía la sensación de que «la luz llenaba la película lentamente, como un líquido llena un depósito de agua». Aparte de la belleza de la comparación, me pareció ya desde entonces una definición nítida de la experiencia de la luz que se tiene al contemplar estas imágenes. Por un lado se tiene la impresión de asistir a una experiencia de la luz inusual (ya que no es referente mediado de ningún transcurso del tiempo, como lo es habitualmente), la luz aquí es una luz desustantivada de alguna forma, desvinculada de su referente propio. Al igual que la matemática y la música son las ciencias y las artes más abstractas porque su objeto es puramente especulativo y no tiene ningún correlato sensible en el mundo real, la luz de estas fotografías es en cierta medida una luz tanto más pura cuanto más abstracta. No está relacionada tanto con el sol (el tiempo) como con nuestra idea de la luz, no tanto con lo blanco como con la blancura, no tanto con el transcurso como con el ser.
Quien reflexiona mínimamente sobre la naturaleza de la luz se encuentra siempre con la misma paradoja: es ostensible la condición extremadamente inerme y desvalida de una realidad que no puede darse sino bajo la condición de la existencia de otra cosa. No tenemos propiamente una experiencia de la luz, sino una experiencia de objetos iluminados. Y sin embargo de entre las mitologías más hermosas y más verosímiles con respecto a nuestra manera de comprender el mundo está la del Génesis, que sitúa la creación de todo lo visible y lo invisible bajo ese enigmático Fiat Lux, que no es sólo una condición de la visibilidad del mundo, sino de su misma existencia. La luz aparece en estas imágenes en un enigmático estado de gracia, propiciando la aparición de una realidad no dada a ser visible.
El objeto sobre el que Javier Riera proyecta esta luz es peculiarmente significativo: el paisaje. Sería necesario ahondar aquí un poco sobre la persistencia del paisaje en su obra anterior. Al igual que para los griegos, parece una idea recurrente en la obra plástica de Riera que existe una naturaleza previa al concepto que la formula. Con frecuencia, y como telón de fondo, aparecen paisajes “manchados” en sus óleos, y sin embargo ambos –naturaleza por un lado y mancha por otro– permanecen como realidades paralelas, aunque terminen por imbricarse en la percepción general. La fysis permanece allí –como para los griegos– antes del logos, es lo primariamente sagrado. El paso hacia la humanización más radical que el hombre ha dado en su historia es haber sido capaz de elaborar una forma adecuada para revelar esa misma naturaleza. El hallazgo del concepto liberó al hombre de la servidumbre ante la fysis sagrada. En ese sentido esta nueva orientación de la obra de Riera parece un paso muy claro en dirección a su humanización. La luz aquí no sólo ilumina el paisaje, sino que lo penetra, abre pasillos en los bosques, recorta contra el cielo los extremos de los árboles haciéndoles adquirir formas geométricas o cristalizadas, el paisaje es aquí por primera vez intervenido.
Parece estar en la génesis radical de este proyecto hacer que la luz que interviene el paisaje no se limite a revelarlo, sino que lo moldee, que imponga su propia arquitectura, su propia geometría de luz. En ese sentido estas fotografías de Riera nos sitúan ante la conciencia de que el artista está en un proceso de cambio, o de readaptación con respecto a sus obras anteriores. Los episodios de transformación en el proceso natural de la vida de los artistas suelen ser especialmente significativos en tanto que concluyentes con respecto al pasado, pero sobre todo porque nos hacen asistir muy vívidamente al movimiento en el que van abriéndose las nuevas intuiciones. Creo no equivocarme al afirmar que hay una concepción del mundo que parece haber sido “pacificada” en estas fotografías, algo ciertamente íntimo que ha sido resuelto, y cuyo enunciado es la limpia arquitectura de estas imágenes, su luz, su disposición. La confusión de los tiempos; el tiempo del día, del amanecer o de la noche, en el que sucede la imagen con el tiempo abstracto de esa luz desustantivada, no hace que uno entre en conflicto con el otro. La intervención del paisaje parece aquí tan natural como la naturaleza misma en su acontecer habitual. Proust dio una definición del amor prodigiosa, que muy bien puede aplicarse a la luz de estas fotografías: «vivir en un tiempo idéntico». Las luces de estas imágenes, la intervenida y la natural, viven en un tiempo idéntico, no se conjugan, no se solapan, sino que acontecen a la vez. El resultado es una imagen en la que nada transcurre sino la luz revelada en el paisaje.