Santiago Olmo
El proyecto artístico de Javier Riera (Avilés, Asturias, 1964), ha basculado en los últimos años, desde una pintura abstracta de raíz lírica y sensible a la idea de paisaje, hacia una intervención en el paisaje natural mediante proyecciones de formas geométricas, que alteran su percepción, de manera inmaterial, como si fuera pintando con la luz, sin dejar ningún rastro permanente. El resultado de estas intervenciones son fotografías que si bien asumen una condición de registro, constituyen un proceso de análisis de formas, con el sentido de una rigurosa investigación visual.
Este paso de la pintura a la intervención en el paisaje, que ha sido minuciosamente analizado por Andrés Barba, Aurora García y Oscar Alonso Molina1, muestra más el carácter de una síntesis que el de una evolución de obra pictórica. La innovación técnica que supone la introducción de la proyección en objetivos pictóricos y su aplicación formal a un espacio natural desde una idea de intervención desmaterializada y con intenciones experienciales y relacionales, enmarca el proyecto en un plano decisivamente post-pictórico.
Su obra se encuadra en los años 90 en una abstracción lírica y gestual, y a partir de los primeros años 2000 establece una sutil aproximación a la naturaleza, mediante la creación de atmósferas y luces, a veces de extraños ecos subacuáticos, aplicando una mirada de lo microscópico para sugerir una esencia del paisaje, sin llegar a representarlo plenamente. Entre los años 2003 y 2008 las referencias a lo natural crea una modalidad de paisaje propio: recurre a la geometría para fijar las tensiones entre la irregularidad en la apariencia de los elementos naturales y la regularidad en su estructura interna. Así aparecen formaciones cristalinas, estructuras celulares o de polímeros como símbolos de un paisaje esencial y nuclear, abstracto, sugerido como un símbolo, fruto de una mirada en la que la contemplación de raíz romántica se funde con el ojo científico.
Precisamente, en estas series de pinturas es posible rastrear las referencias formales para algunas de las estructuras geométricas que van a ser proyectadas en el paisaje.
El paso pues de la pintura a la proyección y a la intervención en el paisaje mediante formas geométricas que alteran nuestra visión sin dejar rastro en la naturaleza, una vez que se apaga el proyector, abre la pintura a otra esfera de comprensión, planteándola como una experiencia total: resume aspectos relacionados con los procesos, con una idea de performance que entronca con elementos cercanos a la herencia de un Land Art releído desde la pintura de paisaje, desde una cierta melancolía meditativa del Romanticismo y desde una medida aplicación de las nuevas tecnologías a los procedimientos de la mirada pictórica.
Este trabajo se inserta en un contexto, teórico y práctico, eminentemente experimental que ha atravesado la pintura en estos últimos años y que tiene también mucho que ver con la renovación tecnológica y técnica.
El carácter del arte depende en gran medida de las herramientas e instrumentos técnicos que la cultura de su tiempo pone a su disposición. A menudo, el arte las adapta, perfecciona o las “corrige” para ser utilizadas con fines visuales y artísticos. A su vez, estas herramientas determinan una modalidad de mirada.
En cierto modo el proyecto de Javier Riera analiza algunos procesos internos en la construcción de una imagen pictórica, deconstruyendo su materialidad y utilizando para ello la proyección, que basada en mecanismo de la cámara oscura, es una de las primeras herramientas técnicas auxiliares de las que se sirve la tradición pictórica desde el renacimiento, y que en el siglo XX ha transformado la mirada y la práctica artística.
José Luis Brea en su último ensayo, “Las tres eras de la imagen”2, sitúa la pintura dentro de lo que define como imagen-materia, a la que distingue del film y de la imagen digital (e-image). En este sentido es muy significativo señalar que el carácter material (objetual) de la pintura, se debe tanto a un proceso de distribución mercantil de obras únicas e irrepetibles, como a la limitación de los medios y herramientas que producen la representación como un objeto- simulacro. La identificación de la pintura con un soporte (lienzo, plancha metálica o madera: cuadro, papel: dibujo, o pared: fresco) sobre el que se traza con colores formas o escenas, perdura hasta finales del siglo XX y cuando más se habla de una “muerte de la pintura” como metáfora de un cambio de perspectiva artística, se empiezan a avanzar hipótesis de carácter sinestésico que (acertadamente) consideran a una cierta fotografía como una modalidad de pintura3.
La pintura aparece como fondo teórico y perceptivo en la instalación y se empieza a hablar de una pintura expandida o de una categoría genérica de “pictórico” para todas aquellas producciones que no cumplan de manera estricta las condiciones “materiales” y “específicas” de pigmentos sobre un soporte. Se trata al fin y al cabo de recursos teóricos para definir lo que se salía y se sale de las categorías tradicionales que ya no pueden dar razón rigurosa de los cambios y transformaciones que se van produciendo. Todos estos indicadores de “anomalías técnicas” señalan también los cambios que se han producido en la percepción conformando un espectro experiencial/relacional más abierto y polisémico. No es pues únicamente la evolución/adaptación/aplicación de técnicas lo que determina los cambios sino una profunda modificación en los patrones de lectura desde la sensibilidad/percepción.
La idea de la pintura expandida, es decir una pintura sin pintura o que va más allá del marco de la pintura tradicional o convencional, se apropia también de la capacidad de intervención en el espacio, al modo de un site-specific, que comparte con la práctica escultórica.
Simultáneamente, la fotografía se ha convertido en un versátil mecanismo de producción de imágenes: establece una diferente condensación de lo pictórico y realiza de manera muy amplia una síntesis de la tradición visual pictórica en confluencia con la tradición visual fotográfica y fílmica. Desligada del tradicional papel de testimonio que se le había adjudicado desde sus orígenes, y tras una crítica sistémica del concepto de verdad, la fotografía aparece como un espacio de experimentación muy abierto, en el que la imagen- resultado es producto de una construcción previa, cuyo único sentido es el de ser fotografiado.
En el trabajo de Javier Riera encontramos una fotografía construida, producto de un proceso experiencial, en cierto modo también producto de la performance, que se retroalimenta de una noción de pintura desmaterializada, cuya lectura asume espesor en el marco fotográfico como proceso (proyección) y como resultado (soporte fotográfico).
La proyección se convierte así en un instrumento híbrido, dotada de una peculiar densidad pictórica y de un carácter fotográfico inmaterial (también), susceptible de actuar e intervenir en el paisaje o en el espacio público como un site-specific efímero.
Este trabajo de Javier Riera se inserta en un dinámico y fecundo contexto de investigación sobre los recursos de la espectacularidad, aportando una singular contención pictórica, de marcado tono meditativo y contemplativo sobre el paisaje.
La proyección, una herramienta utilizada frecuentemente en performances y en escenografías teatrales entre los años 60 y 70, empieza a emplearse como un dispositivo de espectacularización aplicado al espacio público en los años 80, sobre todo como un derivado fotográfico, ya que inicialmente la imagen proyectada solía ser fija y a partir de diapositiva. Por lo general la proyección ha sido frecuentemente utilizada en el espacio público urbano y muy específicamente tomando edificios como pantalla.
Kryzstof Wodiczko, es uno de los primeros artistas que la utiliza, con el objetivo de redefinir el concepto de arte público, expresando un incisivo compromiso político. Sus proyecciones cuestionan las narrativas oficiales que se expresan en la ciudad, al escoger imágenes que produzcan fricción de significado y tensión con los edificios que hacen de pantalla, habitualmente monumentos, edificios públicos o corporativos cargados de simbolismo.
En 1992, Soledad Sevilla realiza una proyección en el castillo de Vélez Blanco (Almería) con la que recupera durante dos noches seguidas el esplendor del patio renacentista que a principios del siglo XX fue vendido a un anticuario y que actualmente se exhibe en el Metropolitan Museum de Nueva York. La acción se iniciaba al atardecer y a medida que entraba la noche, el patio con sus arcos, columnas y corredores aparecía en su emplazamiento original. Este proyecto inscrito en el marco de las actividades de la Expo de Sevilla en las provincias de Andalucía, planteaba desde la imagen fija una singular poética del tiempo como duración, que permitía la aparición de la memoria como un fantasma activado por la luz.
En este tipo de poética y de discurso temporal, entre la duración y el instante, se entronca el trabajo de proyección de Javier Riera, pero su intención es muy distinta cuando incide sobre una lectura pictórica de la naturaleza a través de la geometría, y se sitúa no en ambientes arquitectónicos o monumentales sino al aire libre, en la naturaleza, en entornos paisajísticos, reconfigurando el paisaje desde un universo imaginario geométrico que remite a lo científico como una ficción analítica.
Otros artistas, como Daniel Canogar, han empleado la proyección de imagen en movimiento sobre monumentos o edificios, sobre los que se proyecta la simulación de personajes escalando muros y fachadas, a veces casi en tiempo real, como resultado de una performance realizada por voluntarios que se arrastran sobre el suelo. Craig Walsh, en cambio, en algunos de sus intervenciones ha proyectado rostros parlantes sobre árboles, en parques públicos urbanos (en ocasiones en el marco de espectáculos teatrales o musicales, como elementos de espectacularidad accesoria y ornamental), manteniendo muchas conexiones formales con el trabajo de interior de Tony Oursler, aunque sin la carga psicológica y narrativa de este último. Sin embargo en estos trabajos la espectacularidad es más un objetivo en sí mismo que una herramienta de análisis formal, como ocurre en Javier Riera.
En 2008 Javier Riera presentó por primera vez este proyecto en una exposición individual en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid, incluyendo una amplia selección de fotografías de proyecciones de formas geométricas en paisajes.
Desde entonces el proyecto ha ido creciendo, afinando sus características y precisando su campo de acción. Las masas de vegetación y las copas de los árboles hacen las funciones de soporte o pantalla, permitiendo una interacción entre forma y “soporte”, fundiendo las texturas vegetales con la estructura de formas geométricas. Además la luz interviene activando la experiencia visual, al ir transformando la imagen de la proyección: el tiempo de ruptura entre la luz del crepúsculo y la oscuridad de la noche establecen un discurrir temporal de aparición de la imagen y de progresiva claridad, a medida que oscurece.
Esta experiencia visual del tiempo pudo verse en la exposición que el artista realizó en 2010 en el Museo Barjola de Gijón, mediante una proyección que documenta la aparición y desaparición de formas geométricas sobre un árbol desde el crepúsculo al amanecer: una visualización espectacularizada del tiempo a través del pausado cambio de la luz.
El proyecto que ahora se presenta en Valencia, constituye una vuelta de tuerca, pues traslada una experiencia de luz y de paisaje a la ciudad.
La relación de árboles y edificios en el parque de la Alameda, crea nuevas interferencias, también con las luces y el movimiento de la ciudad. El horizonte roto por los edificios, es un fondo que hace más precisa la mirada en el detalle individualizado de cada intervención.
Al insertarse en el espacio público, la proyección se sitúa entre pintura y escultura, de un modo más visible si cabe que en el paisaje. Lo plano y el volumen, no son polos contrapuestos, aparecen como vibraciones perceptivas superpuestas, como integradas vertientes virtuales de un mismo cuerpo: la estructura geométrica construye tanto el plano como el volumen.
Por otro lado la ciudad y el entorno urbano, establecen para los árboles una distinta consideración de la que se da en el paisaje natural. Los árboles urbanos son un postizo, una simulación ajardinada de naturaleza que tiende a un embellecimiento ornamental, a una dulcificación de la arquitectura. Las proyecciones sobre los árboles de la Alameda, acentúan la fusión de lo geométrico y lo vegetal. Convertidos en volumen escultórico subrayan lo ornamental y establecen una relación efímera con el entorno a través de los cambios de luz: aparecen como extraños talismanes de la naturaleza en la noche y se ocultan durante el día.
- Ver: Aurora García, Geometría y paisaje – catálogo exposición secuencias, Museo Barjola Gijón 2010.
Oscar Alonso Molina, Acoplamientos contra natura – tríptico de la exposición Está sucediendo, Ana Serratosa, Valencia 2011-2012.
Andrés Barba, Javier Riera y el paisaje intervenido – catálogo exposición Noche áurea, MNCARS, Madrid 2008.- José Luis Brea, Las tres eras de la imagen. Imagen-materia, film, e-image. Akal, Madrid 2010.
- Un ejemplo de estas “sinestesias” es como, en los años 90, en numerosos certámenes de pintura empiezan a ser premiadas fotografías, abriendo así el camino a premios sin categorías formales. Otro ejemplo muy significativo fue el León de oro de escultura a las fotografías de Bernd & Hilla Becher en la Bienal de Venecia de 1991.