Luis Feás
ESPOSA:
¿Adónde te escondiste,
amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido,
salí tras ti clamando, y eras ido.
(…)
ESPOSO:
Vuélvete, paloma,
que el ciervo vulnerado
por el otero asoma,
al aire de tu vuelo, y fresco toma.
No parece exagerado relacionar este ciervo vulnerado de San Juan de la Cruz, herido de amor, siempre presto a “esconderse y mostrarse”, con el motivo principal de esta exposición en el Centro Niemeyer de Avilés, a la que ayuda a dar título. En ella, Javier Riera prosigue su indagación sobre las relaciones entre arte, paisaje y naturaleza para formalizar, mediante proyecciones de luz, vídeos, fotografías y emulsiones sobre papel, las correspondencias ocultas entre signo y significado que ya ocuparon a los hombres prehistóricos.
De esta manera perpetúa esa vía de conocimiento que se podría denominar mágica, mística o simbólica pero que más precisamente debería llamarse contemplativa, a la que no es ajena en absoluto su trayectoria desde sus comienzos como pintor abstracto, cuando fue clasificado por Santos Amestoy como lírico de fin de siglo y muchos comentaristas le asignaron, con razón, una filiación romántica del Norte, según la conocida genealogía de Robert Rosenblum.
Posteriormente, cuando se produjo su salto a otros medios expresivos más fríos, como aquella primera serie fotográfica basada en proyecciones de luz sobre bosques nocturnos expuesta en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid en 2008, pareció como si Javier Riera buscara cumplir el sueño irrealizado del suprematismo, que pretendía construir abstractamente en el espacio, sin limitaciones formales de ningún tipo.
Al igual que Malevich y otros grandes maestros como Kandinsky o Mondrian, que revistieron de espiritualismo sus primeras tentativas abstractas, Riera entiende la geometría como “un lenguaje previo a la materia, capaz de establecer un tipo de resonancia sutil y reveladora de dimensiones ocultas en los lugares en los que trabaja”. Sin las connotaciones teosóficas o esotéricas de sus antecesores, pero bajo el mismo dilema: cómo encontrar, en un mundo laico, unos medios convincentes de expresión para la presentación, mediante imágenes inmateriales, de experiencias trascendentales.
Porque, tal y como explica el propio místico de Ávila en los comentarios a sus canciones entre el alma y el esposo, el vuelo de la contemplación siempre tiene algo de intento frustrado, pues la propiedad del ciervo es “subirse a los lugares altos” desde los que asomarse y a los que la paloma apenas alcanza. Y ese ansia de conocimiento trascendente, que es “llama de amor viva”, nunca apagada, queda expresado en el caso de Javier Riera a través de diversos tanteos cuya secuencia puede ser reconstruida.
Paisaje, naturaleza y geometría
Desde un punto de vista formal, Riera pasó en los años noventa de sus espectaculares cuadros de gran formato y completamente abstractos, realizados a través de chorretones de pintura y salpicados diversos en los que se diferenciaban claramente los fondos del primer término gracias al uso de planos cruzados, a otros en los que los fondos neutros fueron adquiriendo formas y se convirtieron en paisajes concretos, marinas, cielos o montañas, semiocultos tras vertidos que parecían relámpagos.
En el cambio de milenio, fue como si los mantos vegetales que cubrían alguno de esos fondos paisajísticos de mucha hojarasca hubieran ido apropiándose de la situación, hasta el punto de convertirse, en sus últimos años como pintor, en protagonistas absolutos de la composición, de forma autónoma.
En un primer momento, ese paso del paisaje a la naturaleza se dio en hileras pintadas sobre fondo negro que en su analogía podían tener tanto origen vegetal como animal y simular flotantes algas marinas o rastros de habitantes del bosque, trenzadas en largas colas sinuosas. Más adelante, esas formas, realizadas pacientemente presionando el pincel o la brocha no muy cargada de óleo sobre el lienzo, fueron adquiriendo no por casualidad la apariencia de colecciones de abanicos de pluma o incluso las alas de un ángel caído, como el de El cielo sobre Berlín de Wim Wenders.
Finalmente, adoptaron la forma de coloridos y microscópicos cristales de nieve, que modificaron su óptica y pasaron de lo más grande a lo más pequeño, aunque varias veces aumentado. Y, de manera coherente, esa linealidad geométrica de origen natural acabó dando el salto a la realidad gracias a proyecciones de luz fijadas en series fotográficas, que presentó por primera vez en la exposición ya mencionada en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid. En 2010 mostró en el Museo Barjola de Gijón la primera secuencia videográfica, configurada a partir de una sucesión de fotografías, y en 2012 su primera intervención en directo en un espacio público, tras un ensayo previo en el Parque del Retiro de Madrid, proyectando con varios focos sus ya reconocibles geometrías luminosas sobre árboles y arbustos del Paseo de la Alameda en Valencia.
Podríamos decir que, desde entonces, su trabajo ha consistido en desarrollar una estética demostrada según el orden geométrico. Su geometría proyectada desvela las relaciones ocultas de la naturaleza, pero no lo hace de una forma estrictamente racional, omnisciente, puesto que los patrones, las tramas, no están sacados de un análisis concienzudo de las formas reales sobre los que actúa, sino que proceden de ámbitos diversos y se aplican directamente, produciendo efectos sorprendentes. Esta asociación hasta cierto punto arbitraria permite descubrir dimensiones insospechadas, volúmenes nunca vistos, formas que vibran y se mantienen incólumes en el espacio, a esa hora baja en que se pone el sol, y con las que se trazan los más primitivos arcanos, los más hipnóticos mandalas, que trastocan nuestra percepción sensible y nos arrastran a inesperados estados emocionales, como los que provocan las fotografías y vídeos aquí recogidos.
En la exposición del Centro Niemeyer de Avilés, Javier Riera da incluso un paso más allá y, en vez de oponer geometría a naturaleza, proyecta naturaleza sobre geometría, mediante imágenes vaciadas y animadas por rotoscopiado de ciervos reales, que se pasean solemnes por las paredes curvas e inclinadas de la cúpula ideada por el arquitecto brasileño. Ya antes se había producido ese cambio, aunque desplegado sobre cascadas y otras pantallas naturales, pero sólo en la semiesfera prístina del centro avilesino, entendida como bóveda celeste y al tiempo como caverna, consigue su verdadero realce, con el gran ciervo asomándose por el horizonte de luz, cuando no en el exterior, y la manada reunida en la enorme lámpara central o caminando tranquilamente por las paredes laterales.
La luz vulnerada, herida, de esta intervención majestuosa y refinada sirve, también, para hablar de la otra vertiente de la propuesta, ese ciervo enamorado que por el otero asoma para solaz de los cazadores aprovechados, en una de las prácticas cinegéticas que más indignación pueden causar. La denuncia se deduce, más que hacerse explícita, a partir de la concepción cosmogónica, casi animista y totémica, del trabajo de Javier Riera, cuyos últimos avances se hallan plasmados sobre papel, en monocromas cianotipias de animales y geometrías que muy pronto ofrecerán mayores desarrollos.
Sencillez admirable
Pero, si hubiera que encuadrar a Javier Riera en una tendencia concreta, ésta sería sin duda la de la estética de lo sublime, mas en el sentido de “religión desbordada” en que la entiende Rosenblum, puesto que lo sublime tiene mucho que ver con lo sagrado pero no se confunde con él, ya que la conmoción, el arrebato y el éxtasis, que sobrepasan la experiencia normal de las personas, no sólo se producen ante fenómenos religiosos sino que también suelen producirse, y con mucha mayor frecuencia, ante determinados objetos naturales y obras de arte.
Si los sueños y el uso de hongos alucinógenos son, con toda probabilidad, el origen de la idea de alma, la vivencia estética de lo sublime es, posiblemente, el origen de la idea de Dios. Es casi seguro que cuando los hombres primitivos empezaron a asombrarse de la belleza del mundo –“el cielo estrellado sobre mí” que, junto a la ley moral interior, son, según Kant, las cosas que “colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos sobre ellas”– comenzaron a preguntarse por los orígenes del Universo, que interpretaron como manifestación de un Dios todopoderoso, creador de todas las cosas.
Sublime viene etimológicamente del latín sublimis, es decir, muy alto, elevado, pero también podría proceder de sub limes, bajo el límite, en el límite, en la frontera, al borde, que bien podría traducirse libremente por “al borde del abismo”, una definición cuya mejor ilustración sería sin duda el famoso cuadro de Caspar David Friedrich en el que un viajero de espaldas aparece contemplando desde un alto una perspectiva soberbia de montañas y nubes, asomado como el ciervo de la cúpula del Centro Niemeyer.
Un contemporáneo suyo, el filósofo escocés Edmund Burke, definiría el sentimiento de lo sublime como la emoción más profunda que el espíritu humano puede experimentar y fundamentaría su existencia en ideas de peligro relacionadas con la propia preservación, como el asombro, la oscuridad, el poderío, la soledad, el silencio, la inmensidad, la magnificencia o lo infinito.
Por su parte, los estetas románticos alemanes dirimieron las cuestiones de lo bello y lo sublime precisamente en torno al tema de la “contradicción infinita” entre lo concreto y lo abstracto, lo espiritual y lo natural. La actividad inconsciente admite en el objeto una grandeza que es imposible admitir en la actividad consciente y de ahí nace la lucha del yo consigo mismo, lucha que sólo puede ser resuelta por una intuición estética involuntaria en la que lo sublime rinde y quebranta todas las fuerzas del alma, dejándolas impotentes para resolver la contradicción que amenaza a la existencia intelectual entera. El pensamiento romántico, dividido entre lo finito y lo infinito, pronto se inclinaría hacia la religión y la mitología, como bien aprecia Paolo D’Angelo.
Desde un principio, lo sublime hace también referencia explícita a la relación entre placer y dolor, teniendo como punto de partida la tesis aristotélica sobre la tragedia, es decir, algo que suscita piedad y terror al mismo tiempo. Como escribía David Hume: “Parece inexplicable el placer que los espectadores de una tragedia bien escrita reciben del dolor, el terror, la angustia y demás pasiones que, en sí mismas, son desagradables y dolorosas”. Se podría incluso decir que lo sublime es aquello que produce un placer tan intenso que hasta causa dolor, expresado a través de esa lágrima furtiva que se nos escapa.
A este respecto es discutible la apreciación de Kant de que, mientras lo bello puede ser también pequeño, lo sublime ha de ser siempre grande. Kant llega incluso a definir a lo sublime como “lo que es absolutamente grande”, pero lo cierto es que lo sublime también se puede encontrar en las pequeñas cosas, lo que permite concebir, por ejemplo, que también puedan ser miradores sobre el abismo algunos breves poemas, las más modestas películas de autor, los sobrios bodegones cubistas de Juan Gris o las diminutas rosas de Luis Fernández, concebidas en un espacio reducido y propicio para la concentración y el esfuerzo contemplativo.
En tanto tiene que ver con la emoción que causa en el sujeto, no hace referencia explícita a las cualidades del objeto, y aunque es evidente que la grandiosidad, la magnificencia o lo infinito son algunos de sus atributos, también es verdad que otros más sencillos pueden llegar a conseguir el mismo efecto. No se trataría entonces de buscar hueca grandilocuencia o falsa magnificencia, sino pura y simple humildad, o, como decían los antiguos tratadistas retóricos, de ver la manera de conseguir una forma y un contenido excelsos y elevados en el marco de una “sencillez admirable”, lo que contrasta vivamente con la idea de lo espectacular, que en algunas expresiones artísticas suele dar por bueno el melodramatismo más ramplón y efectista, como ya cuestionó en su momento Guy Debord.
Más allá de la belleza
Por sus comienzos en el expresionismo abstracto, Javier Riera no puede estar tampoco lejos de la idea de “belleza convulsiva”, que no es otra cosa que la manera en que los surrealistas denominaron a lo sublime, categoría estética que va más allá de la belleza y también interesó a otras vanguardias como el expresionismo, pero que con el surrealismo adquirió mayor difusión después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el movimiento llegó, casi en su totalidad, al exilio de Nueva York, con André Breton a la cabeza.
El expresionismo abstracto norteamericano sería, de hecho, una nueva edición del automatismo surrealista, que ya no buscaría la espontaneidad y objetivación del artista en el sueño, la rêverie o la droga, sino en la violencia incontrolable del gesto; en el gesto donde “nosotros mismos y el accidente de nuestras manos se vuelven naturaleza”. Esto es lo que, naturalismo al revés, consigue el gestualismo: que también la personalidad del artista quede no afirmada, sino “realizada”, y aparezca como exterior y objetivo fenómeno, como “mancha comprometida”, con la que pronto se irán sintiendo incómodos las generaciones más jóvenes.
Para demostrar el interés por lo sublime e incluso por lo inefable de los pintores norteamericanos de la época bastaría recordar la capilla que Mark Rothko realizó para la familia Menil de Houston, un oratorio octogonal decorado con catorce cuadros suyos de gran formato, sonorizada con música de Morton Feldman y que en el exterior luce el obelisco truncado de Barnett Newman. Este último tenía claro que “el mito es anterior a la caza” y que “el primer hombre fue, sin duda, un artista”, pues su primera manifestación, como su primer sueño, “fue estética” y “el primer grito del hombre fue una canción”. En su influyente artículo Lo sublime es ahora, publicado en 1948, criticaría “la negación total” que supondría la “retórica pura” realizada mediante “formalismos geométricos” y “abstractas relaciones matemáticas, atrapada en la lucha en torno a qué es bello, tanto lo bello esté en la naturaleza o pueda hallarse fuera de ella”, y reafirmaría “el deseo natural del hombre por lo exaltado, por la preocupación por nuestras relaciones con las emociones absolutas”, animando a hacer catedrales “de nosotros mismos, de nuestros propios sentimientos”.
Esta concepción artística un tanto grandilocuente pareció dar muestras de agotamiento hacia 1960, pero aun así es posible rastrearla en movimientos posteriores como el del land art, que tanto tiene que ver con la obra de Javier Riera. Artistas como Walter de Maria o Richard Long recorrieron afanosamente ese “borde del abismo” y lo experimentaron personalmente, tal y como exigían los autores románticos. Para Javier Maderuelo, no hay duda de que el land art recoge diversos aspectos de lo sublime, entre otros “el afán de inmensidad por superar los límites físicos de la obra a través de la escala del territorio” o “el pulso de poder, o el respeto, según los casos, por las fuerzas de la naturaleza”.
Por eso Joseph Kosuth afirmó que era un error terminológico llamar conceptuales a las obras del land art, que guardaban, para él, connotaciones de “estética tradicional”. Pero sólo el artista más conocido del movimiento, Robert Smithson, haría todo lo posible para enfriar la percepción de sus intervenciones y desvincularse de cualquier relación sentimental con el paisaje, a pesar de la contundencia de obras como la Spiral Jetty realizada en 1970.
Uno de los temas que más obsesivamente se repiten en el land art americano sería precisamente el de las construcciones laberínticas, que responde a una cultura de lo cósmico, con los ojos puestos en las estrellas. El laberinto, uno de los arquetipos culturales más antiguos, tiene la capacidad de evocar espacios polimórficos y tiempos superpuestos, o, lo que es lo mismo, representar simbólicamente los agujeros negros y los viajes en el tiempo. Todos ellos se sintieron atraídos por las teorías con que la física explica la diversidad del tiempo y del espacio, aunque sus conocimientos fueran los de la divulgación científica y estuvieran basados en el género literario de la ciencia-ficción.
Como señala Tonia Raquejo, la mayor parte de los artistas del land art tuvieron además un acercamiento intencionado hacia las culturas primitivas y prehistóricas. En ellas, algunos artistas vieron modelos de comportamiento, tanto estéticos como humanos, cargados de un simbolismo y una actitud mítica que quisieron indagar conforme a las nuevas investigaciones antropológicas llevadas a cabo por Claude Lévi-Strauss o Sigfried Giedion. Lo que la nueva antropología de los años sesenta revolucionó fue, por una parte, el concepto de progreso cultural, y por otra la explicación semántica de los signos abstractos del arte prehistórico hasta entonces carentes de significado. Algunos artistas experimentaron con estos significados de lo primordial y, en general, con el lado antropológico del arte.
Una revolución sensible
En cualquier caso, parece claro que la capacidad estética del hombre es una facultad radical, fundamental para él, muy vinculada al pensamiento mágico y que propició probablemente el pensamiento lógico. Esa era al menos la convicción del filósofo francés Mikel Dufrenne, para quien la experiencia estética “se halla en el punto de partida de todas las vías que recorre la humanidad, tanto la de la ciencia como la de la acción. Y se comprende el motivo, pues ella se sitúa en el origen, en ese punto en que el hombre, aún mezclado con las cosas, experimenta su familiaridad con el mundo; la naturaleza se le desvela, y él puede leer las grandes imágenes que ella le ofrece. El advenimiento del logos se prepara en ese encuentro, anterior al lenguaje, donde es la Naturaleza la que habla. Naturaleza naturante, que produce al hombre y lo inspira para acceder a la conciencia”.
No obstante, para Kant lo sublime sería algo ajeno a lo natural, en tanto estaba vinculado a lo infinito, y como tal era puramente subjetivo, y se distinguiría de lo bello en que no se trataba de un simple juego, sino de algo realmente serio. En ambos casos se trataba de un sentimiento que unía el placer con el temor, el miedo y la reverencia, asociados a la inmensidad del mar, la inconmensurabilidad del cielo estrellado o la amplificación del alma conseguida por el buen uso de la razón, que podía franquear los límites de la experiencia sensible y exigir a la imaginación lo que ésta era impotente de hacer.
En su contralectura de Kant, el filósofo de la postmodernidad, Jean-François Lyotard, considera por el contrario que es la “impotencia de la razón” lo que la experiencia de lo sublime demuestra. Para él, el trabajo de lo sublime, que denomina “inmaterialidad” o “materia transformada en pura energía”, consistiría en “aproximarse a la presencia sin acudir a los métodos de la representación”, en tanto que es “el acontecimiento de una pasión”. Se inscribiría por consiguiente en una teoría fuerte de la vanguardia estética que da continuidad a la tradición modernista que cargaba con la tarea de preservar la novedad artística de todo retroceso hacia fórmulas obsoletas y de todo compromiso con las formas de la estetización mercantil.
Como interpreta Jacques Rancière, la concepción de lo sublime en Lyotard sigue la tradición de un marxismo que, en Adorno o Clement Greenberg de manera notable, ha ligado la autonomía radical del arte a la promesa de una emancipación política y social y responde a otra idea de la politicidad del arte: el arte es político en la medida en que produce objetos que difieren radicalmente, por su textura sensible y su modo de aprehensión, del estatuto de los objetos de consumo. Lo que plantea es “una revolución completamente nueva: una revolución de las formas de la existencia sensible en lugar de una simple transformación de las formas del Estado; una revolución que no será un desplazamiento del poder sino una neutralización de la forma misma en que los poderes se ejercen, derriban otros poderes y se dejan a su vez derribar. El libre juego estético –o su neutralización– define un modo de experiencia inédito, portador de una nueva forma de universalidad e igualdad sensibles”.
Luis Feás Costilla
Comisario de la exposición